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LA CHATA

Inauguro la sección de bares, tascas y jolgorios desplazándome hasta uno de los clásicos de Madrid, el restaurante La Chata, escenario de innumerables reuniones familiares. Todas las familias tienen un restaurante de cabecera, de esos en los que los camareros chapados a la antigua te dan un golpecito en la espalda y te tratan de “jefe”, y suele ser de corte tradicional por eso de contentar a los más miembros más veteranos. Y este es el nuestro.

Pero no olvidemos que La Chata está en el epicentro de ese barrio tan castizo pero a la vez tan casual que es La Latina, y el piso superior siempre está abarrotado de jovencitos echándose una cañas y una tapita de paella (dicen que la ponen gratis, será de los pocos bares de La Latina que lo hagan). Atrae irremediablemente por su preciosa fachada de azulejos que recrea ambientes rurales, hornos de asar y bodegas, destacando sobre el resto de tabernas de la Cava Baja (está en el número 29).

Toma su nombre de una condesa apodada “La chata”, que era clienta habitual (para llevar su nombre debía estar ahí metida todo el santo día) y pese a su nombre debía tener buena nariz y mejor paladar.

A la que escribe le encanta la comida fusión, el pintxo de diseño y términos como “molecular” o “deconstrucción”, pero cada cierto tiempo me apetece probar esa comida tradicional española, abundante y calentita, y que me quiten lo bailao. Por eso me encanta la chata. En el comedor situado en el piso inferior y decorado como no, con vigas de madera, jamones de pata negra, azulejos y mil detalles taurinos (que me sobran), puedo degustar las exquisiteces de nuestra tierra que preparan de manera excepcional.

Tengo una anécdota muy curiosa; la primera reunión familiar a la que Kike, mi novio, asistió (ay… esa primera vez de nervios y ganas de impresionar…) tuvo lugar, claro, en La Chata. Y mi padre, al más puro estilo de un vil Robert deNiro en la mítica “Los padres de ella”, pidió alegremente las croquetitas de gambas (si no pedimos croquetas mi abuela nos deshereda), los pimientos rellenos de bacalao, y las delicias de bacalao (es que en este restaurante el bacalao es de llorar), y no sé cuantas exquisiteces más, sin tener en cuenta (o eso quiero creer) que mi entonces angustiado novio es alérgico al marisco y al bacalao. Quizá fuese su particular manera de poner a prueba el comportamiento de Kike ante la adversidad, no lo sé, el caso es que el pobre confesó y pidió para él solito una sepia, que aún recuerda como un auténtico manjar.

Los callos y el rabo de toro son también de cata obligada, pero es que en realidad todo está delicioso (las tostas son de lo mejorcito de la Latina, sin esperar innovaciones: de morcilla, de setas con brie, de atún o de gulas con jamón), y creo que es genial para impresionar a extranjeros y evitarles la sorpresa desagradable de las tascas de la Plaza Mayor y alrededores. Nosotros, que tenemos muchísima familia viviendo fuera, siempre elegimos La Chata y quedamos como reyes. Pero también es el preferido de muchas gatas y gatos; por algo será…

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